jueves, 13 de mayo de 2010

La prisionera y el ministro



Por: Raúl Wiener





“¿No sé si usted ha dejado de hablar con absolutamente nadie por más de un año? Eso es lo que hicieron conmigo, no hablar, no comunicarte con nadie, no reír, no llorar, no tener un abrazo amigo, una mirada de compañía sincera; la soledad extrema puede hacerte creer que ya no tienes vida…”, me escribe Lucero Cumpa sobre sus primeros cinco años en prisión, bajo el régimen carcelario que impuso Fujimori y del que había tenido antes noticia por el relato de un oficial naval que tuvo a cargo la vigilancia y el mudo contacto con Abimael Guzmán durante su encierro en la isla de San Lorenzo.

“Los siguientes años recibía mi visita familiar por locutorio (con una gruesa luna de intermedio y con micrófono) y por 30 minutos que pasaban rapidísimo, una vez al mes… Luego de cinco largos años me trasladan al penal de Yanamayo, a 4,200 m.s.n.m., seguía encerrada 23 horas y media… Tengo a mi segundo hijo en el 2001 justo cuando se recupera la democracia, me realizan un nuevo proceso judicial y puedo empezar a soñar en la posibilidad de una vida familiar en libertad… reinicio mis estudios universitarios a distancia, actualmente voy en el sexto ciclo de contabilidad… pero todo cambia a partir del 14 de octubre de 2009, cuando promulgan la ley de derogatoria de beneficios penitenciarios para los sentenciados por el delito de terrorismo, con lo cual se me quita los sueños de compartir con mis hijos su niñez y/o juventud, y el temor de que mi padre ya anciano no pueda esperarme (mi madre falleció estando yo en la cárcel y fue el peor momento de mi vida)”.

La carta es bastante más larga. Pero lo que cito es suficiente. Uno comprende que está ante una mujer que no se ha dejado quebrar por la dureza de un castigo que ya lleva 19 años, dedicados a salvar su dignidad humana y a conservar la esperanza de recuperar la libertad. ¿Tenía derecho? Claro que sí. Cualquiera que sea la opinión que tengamos de la acción del MRTA y de Sendero Luminoso, nadie puede admitir como legítimo el procedimiento de convertir la cárcel en un entierro en vida del enemigo. Así como no se puede aceptar la variación de las condiciones de reclusión para los que ya están cumpliendo su pena. Las movidas de un presidio a otro y la brutalidad de negar el derecho al trabajo, que ahora han recrudecido, son reacciones abusivas del poder, que se ha hecho dueño de la existencia de los vencidos exactamente como en situaciones de guerra o de captura de rehenes, donde impera la arbitrariedad.

Pero entonces uno se detiene a escuchar lo que el ministro de Justicia ha dicho hace unos días ante la CIDH en la OEA, para justificar la nueva escalada contra los presos: (a) que los subversivos habían tomado el penal Castro Castro; (b) que les decomisaron armas, celulares y chips; (c) que los beneficios son liberalidades que el Estado otorga y puede quitar, y no componen la pena; (d) que en resumen se trata de un régimen carcelario adecuado que respeta los derechos humanos. Y uno se pregunta: ¿hasta dónde se puede mentir sin que alguien salga a denunciar a este farsante que en su tierra es acusado de haber participado en el asesinato de dos miembros de su partido?

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